La pasajera de al lado, por Leni Auletta

Ilustrado por Laura Stringhini

Tinder es un mierda, mañana cierro el perfil, pensaba medio dormido mientras el movimiento del tren me mecía como una nana amorosa.Volvía a casa en plena madrugada, después de otra cita fallida, la segunda que había conseguido con la aplicación. Los efectos del vino me hundían en el incómodo asiento de un vagón semivacío del Sarmiento, al sopor se le oponía el instinto de supervivencia gritándome ¡No te duermas descerebrado, que estás en un tren!

Resistí un par de estaciones aguijoneado por pensamientos mordaces que me profetizaban una vida larga y solitaria, pero mis párpados no pudieron soportar la gravedad impuesta por el malbec. 

Sabiendo que me equivocaba, y huyendo de mi herida autoestima, me entregué al arrorró de las vías que me llevó al recuerdo de una época más feliz de mi vida. 

Jugaba a los penales en la vereda con los pibes de la cuadra cuando mi abu me llamaba con su marcado acento francés para tomar una chocolatada con pan con manteca y azúcar. La merienda estaba servida en el comedor donde mi abu tenía su posesión más preciada, un viejo cuadro que mostraba la sala de una casa rural del renacimiento. De fondo, en una pequeña ventana, el sol se acerca al horizonte de la campiña. En primer plano hay una mujer semidesnuda parada frente a un espejo, absorta en elegir qué prenda ponerse.yo estaba enamoradísimo de ella.  

Desde el lienzo Julia (nunca supe porque le di ese nombre) me miró y descubriendo que yo la espiaba. Se giró dándome la espalda y poco a poco fue soltando los cordones de la enagua. Me espiaba por sobre su hombro derecho sonriendo pícara mientras se desnudaba demasiado lento para mi ansia de preadolescente. De a poco fue descubriendo su piel blanquísima e inmaculada excepto por un lunar en forma de reloj de arena cerca del final de su espalda. 

Se detuvo un instante, la prenda no terminaba de caer del todo.

Desperté sobresaltado cuando sentí un roce gélido en el dorso de la mano izquierda. A mi lado se había sentado una mujer de pelo negro y largo dueña de una belleza atípica,

Me acomodé en la butaca pensando en el papelón que había hecho con mi respingo de cachorro asustado. Quise disimular y miré por la ventana, la oscuridad del conurbano la convertía en un espejo que me devolvía una imagen patética, honesta y cruel. En un intento de recuperar una pizca de dignidad me senté derecho, acomodé mi ropa y mi pelo y busqué a mi acompañante en la ventanilla-espejo, pero descubrí en el reflejo que el asiento a mi lado estaba vacío.

Miré a mi izquierda, la mujer estaba allí. A la derecha, en la ventanilla, estaba solo. Quedé paralizado a medio camino, con la vista al frente. Espié de reojo a mi compañera de viaje,  Algo de su aspecto me revolvía la memoria y agitaba un recuerdo que no se dejaba descubrir.

El tren entró en la estación de Ramos Mejía, la luz del andén volvió el espejo en ventanilla otra vez. La parada fue eterna, durante todo ese tiempo seguí sintiendo el retumbar de la marcha del tren, pero esta vez venía del interior de mi pecho: mi corazón palpitaba con ritmo ferroviario.

Tratando de calmarme cerré los ojos y respiré profundo. En ese momento un segundo pulso comenzó a sonar. Abrí los ojos, vi como la mujer sin reflejo jugueteaba con su pie izquierdo golpeando la base del asiento de adelante. Cada uno de sus toques coincidía con mis  latidos.

La miré a la cara impunemente, si ella oía o sentía de alguna forma  mis latidos, no le molestaría que la examine un poco. Conocía esos rasgos suaves, esos pómulos carnosos, esa nariz pequeña, puntiaguda y ese gesto distante e insensible. Había visto a esa mujer muchas veces, pero no sabía dónde. Admito que esperaba una mirada de vuelta, en su lugar obtuve un primer plano de su mejilla derecha que dibuja una media sonrisa entre divertida y burlona.

 La familiaridad de su gesto sólo sumó más incomodidad a la situación.

 No pensaba quedarme sentado sin saber lo que pasaba, me levanté decidido a bajarme del tren, además necesitaba hacer pis.

Con demasiado volumen pedí permiso, mi voz retumbó en vagón hasta ese momento inundado por el silencio de la noche profunda. Ella me ignoró.

Le repetí mi pedido con urgencia, el tren iba a arrancar en cualquier momento. Me volvió a ignorar. Intenté pasar de todos modos, al avanzar mi rodilla rozó la suya y este mínimo contacto me hizo sentir un frío seco y antiguo que me subió por la pierna usando mis huesos como conductor.

Retrocedí en el mismo instante en el que el tren arrancaba de repente, el sacudón me desequilibró y me desplomé en mi asiento. 

Ella giró la cabeza para mirarme de frente, su movimiento fue lento, sostenido y monótono, como si tuviese toda la eternidad para realizarlo. Cuando terminó me encontré frente a unos ojos azules y gélidos como su tacto y una sonrisa descarada.

Incapaz de pensar o pronunciar palabras, yo también ensaye una sonrisa pero la mía fué pusilánime y acompañada de un silbido de roedor al exhalar por las comisuras. En simultáneo crucé con fuerza las piernas tratando de contener la orina.

Buscando evadir el nerviosismo que me generaba mi compañera de vagón miré en la única dirección en la que sabía que no la vería, la ventanilla, tratando de calcular mentalmente cuánto tardaríamos en llegar a la próxima estación: Ciudadela. Normalmente son pocos minutos, no más de ocho. Sin embargo, me estaba resultando un trayecto insufrible. 

Pocos segundos antes de entrar en Ciudadela la mujer se paró mientras el tren disminuía su velocidad, caminó por el pasillo hacia la puerta. El jean de tiro bajo y la remera demasiado corta dejaban al descubierto una estrecha franja de piel pálida, y un pequeño lunar con forma de reloj de arena.  La revelación me golpeó en el pecho con la fuerza de una locomotora -¿Julia?- pregunte. Ella había hecho unos pocos pasos . Se giró con su despectiva parsimonia y me hizo un gesto con la mano para que la siguiera. Mi cuerpo reaccionó de forma automática a su orden, negarme no era una opción. Me levanté y caminé tras ella, pensando en usar el baño de la estación para, por fin, poder aliviar mi vejiga. Al pisar el andén descubrí que ya no tenía la urgencia que hasta segundos antes amenazaba con destrozar la poca dignidad que me quedaba. 

Julia no se detuvo a esperarme, salió de la estación y se internó en las calles desiertas.

La madrugada era fría y una neblina húmeda lo impregnaba todo creando un paisaje intimidante

Mis pisadas resonaban en las veredas vacías, pero las de ella no emitían el mínimo sonido, aparentemente además de carecer de reflejo, también carecía de peso.

Caminamos lento y sin intercambiar palabras o miradas, Julia marcaba el ritmo y yo la seguía sumiso. El miedo y la incomodidad que me provocaba mi acompañante, se habían quedado en el tren.

Reconocí inmediatamente el camino, lo había recorrido muchísimas veces en mi infancia sin alterar jamás el trayecto. En todo el recorrido desde la estación hasta la puerta del viejo caserón de mi abu no nos cruzamos con una sola alma.

El farol frente a la casa estaba quemado dejando un velo de oscuridad que cubría la fachada.

Julia sacó del bolsillo las llaves de la puerta, la abrió y entró invitándome a pasar, al fin y al cabo esa también era su casa, la seguí.

Mi abu había fallecido hacía dos años y ni hijos, ni nietos habíamos querido hacernos cargo de ese lugar. El living comedor estaba exactamente igual que el día en el que la llevaron al hospital. El viejo cuadro colgaba en la pared pero, en el lienzo, la habitación de Julia estaba vacía. 

Mi compañera estiró el brazo con la palma de la mano hacia arriba señalando el paisaje vacío. Esta vez su rostro tenía un gesto compasivo y amable que me sorprendió.

El polvoriento sillón de tres cuerpos con respaldo alto que estaba ubicado bajo el marco se me antojó una escalera de 2 peldaños. Sin entender bien lo que hacía pisè los almohadones del asiento y después el respaldo, el tercer escalón fué el marco del cuadro. También fué un umbral. 

La noche se convirtió en un atardecer, en ese breve instante en que el sol moribundo lo tiñe todo con su luz naranja – rojiza y el frío aire nocturno adquirió una calidez primaveral.

La habitación a la que entré pertenecía a una vieja casa rural con paredes de piedra, tan antigua que carecía de instalación eléctrica. En la pared un lienzo pintado con óleo mostraba la anacrónica imagen del living comedor de una casona suburbana de principios del siglo XX. Estiré la mano para tocarlo, Julia sonrió y me dijo con un marcado acento francés – Querido, ya no hay vuelta atrás. Esa frase me tranquilizó.

Me costaba creer que Julia estaba al lado mío, hermosa como siempre lo fue, pero ahora vestida con ropa moderna. Me pregunté cuánto de nuestras vidas habrá contemplado desde el cuadro, ¿Que secretos de mi abu guardará? ¿Sabrá que fue mi primer beso? ¿Habrá escuchado el reto de mi madre al encontrarme parado sobre el respaldo del sillón con los labios pegados al lienzo?

Julia me tomó de la mano y me llevó al exterior. Recorrimos un campo listo para cosechar. A lo lejos había un bosquecito y un poco más cerca un pequeño arroyo corría rápido. Su ruido era mucho más agradable que el de las ruedas del tren.

El aire cálido, puro y fresco, contrastaba con la atmósfera a suciedad y sudor de los vagones del tren, el sol se sostenía en el mismo punto, inmovil, cerca del horizonte, negándose a ocultarse.

-Pronto va a ser de noche ¿volvemos? pregunté.

-No hay apuro me dijo guiándome hacia el arroyito -Aquí el tiempo es distinto, depende de nosotros. Si estamos en un atardecer, es porque tu lo elegiste.

Descubrí que el cielo, el campo, el bosque y el arroyo eran los del paisaje de fondo del cuadro. Me recordaron una época que ya no existía, mi primer enamoramiento, las meriendas en la casona de la abu, los juegos en la vereda, y una infancia feliz en un barrio suburbano.

Me gustaría jugar una última vez en aquellas calles. dije pensando en voz alta, 

Julia me sonrió -Eso, exactamente, es lo que acabas de hacer.

¿Estoy… 

La pregunta quedó inconclusa, Julia me acarició el rostro y me dio un largo y dulce beso en los labios. Después, con su cara muy cerca de la mía, me tomó de la mano y me llevó a recorrer la pintoresca campiña francesa mientras mi cuerpo inerte se alejaba en un vagón orinado del tren Sarmiento.