Vivi entró al colegio en segundo grado. Ella era china y yo judía. No había en el grado, otro chino u otro judío así que, sin mediar palabras, sobre todo porque ella no podía pronunciar ninguna, nos hicimos amigas.
Vivi era la hija del chino del almacén de Roseti. Todos los días llevaba al colegio dos latas de Coca- Cola y dos obleas Bon-o-Bon que compartía conmigo siempre. Así que mi nueva amiga no significaba solamente dejar de sentirme un bicho raro, sino también reemplazar el té dulce y el pan sin gusto de cada mañana.
El Dr. Luis Agote era un colegio chico, típico de barrio. Un primer grado, un segundo, un tercero, un cuarto, un quinto, un sexto y un séptimo. No era el único colegio al que iba, pero era en el que peor la pasaba. A la mañana al Agote y a la tarde al Scholem.
En el de la mañana mis compañeros me veían como una nena bien porque vacacionábamos en Necochea. En el de la tarde como una nena más o menos que solo iba medio día al colegio privado y que nada de Disney, aún en los gloriosos noventas.
Lo peor de asistir a dos escuelas todos los días era explicarles a todos por qué iba a dos colegios.
Había aprendido la respuesta que escuchaba decir a mi mamá cada vez: es para tener las dos educaciones, la pública y la privada.
La verdad era otra. Siempre sospeché, y luego confirmaron los años, que iba dos colegios porque mi mamá no podía pagar la cuota de la jornada completa del Scholem y, sin embargo, no quería resignar la educación judía de su hija.
Cada día me despertaba a las 8 de la mañana lamentando el hecho de existir. Se me notaba sobre todo en el aspecto desastroso que protagonizaban las ojeras oscuras, el pelo despeinado y el guardapolvo siempre mal abrochado.
Odiaba el Agote. Odiaba el patio de cerámicos que resbalaba y supo provocarme más de un chichón. Odiaba el frío que hacía en las aulas en invierno y el calor insoportable del verano que no se combatía ni con ventiladores. Odiaba la formación en donde cantábamos Aurora y el Himno. Y odiaba sobre todo a mis compañeros. A todos, hasta que llegó Vivi.
Durante todo segundo Vivi solo habló conmigo. Cuando la seño le preguntaba cosas, ella me decía la respuesta al oído y yo la decía fuerte frente a toda la clase. Si alguno de los chicos del grado la molestaba, yo la defendía y si alguno de los chicos me molestaba a mi yo miraba indiferente y me iba jugar con ella, con figuritas que traía también del almacén.
Lo primero que supe de Vivi fue que era más grande pero que la habían puesto en segundo grado porque no sabía nada de castellano y que no la habían mandado a primero porque era muy buena en matemáticas.
Lo segundo fue que su nombre no era Vivi, sino que se lo había elegido ella misma de una lista de nombres en castellano que alguna vecina le acercó apenas llegaron al barrio. En algún momento yo también había elegido mi propio nombre. La diferencia era que el mío lo elegí de una lista de nombres en hebreo que me acercó una de las maestras del Scholem preocupada porque la mayoría de mis compañeros si tenían uno y yo no. Algunos, de hecho, lo tenían en el documento porque su nombre en castellano y en hebreo podía ser el mismo. Era el caso de Uriel Kopelman. El chico del que todas gustábamos. Pelo rubio lacio, corte taza y ojos verdes. Tuvo el título de más pasable del grado durante toda la primaria. Yo elegí Ieudit sin pensar en su significado. Definitivamente mujer judía no era algo que me representara a los cinco años.
Cada tarde, cuando volvía del Scholem, pasaba por lo de Vivi. Como el almacén cerraba entre las dos y las cinco teníamos un rato para jugar con la caja registradora y todas las instalaciones. Mi momento favorito era cuando me tocaba ser vendedora. Pasaba los paquetes de galletitas por el lector de código de barras, tocaba todos los números de la calculadora y le explicaba a Vivi que no le podía fiar, aun sin saber qué significaba fiar.
Los días que no jugábamos en el almacén nos tirábamos en el jardín de mi casa a charlar. Le interesaba todo de mí y a mí me encantaba contarle historias que exageraba siempre. Era como un diario íntimo viviente. No me cuestionaba y me creía todo.
Su vida era distinta a la mía. Se limitaba al colegio del barrio y al almacén. Y a China claro, ese lugar que ella extrañaba tanto y al que añoraba volver. China, pensaba yo, era casi otro planeta donde la gente tenía la cara distinta, el idioma era distinto y el olor distinto. Vivi olía a almacén. Más de una vez traté de explicárselo: como a una mezcla entre galletita dulce, alga y humedad.
Pasó el segundo grado y Vivi aprendió a hablar, así que mi amistad con ella se hizo aun más divertida y yo deje de ser la vocera oficial para pasar a ser su mejor amiga.
El verano se nos pasó entero entre su casa de atrás del almacén y la Pelopincho de mi patio.
Una vez más me fui a Necochea con mi familia y volví tan enamorada de mi hermanastro que era de lo único que podía hablarle. De eso y de la playa que ella no conocía.
Me contó que en China vivía muy lejos del mar y que en realidad no era nada común irse de vacaciones. Yo trataba de imaginarme su vida allá, su familia y su casa que por supuesto, no era parte de un almacén.
El primer día de tercer grado Vivi me contó que le había venido. No supe qué decir. Había pasado por la experiencia de mi hermana y yo todavía no entendía si era una tragedia o algo feliz así que solo recé porque no me pasara nunca.
Fuera de eso, todo marchaba igual entre nosotras. Todas las mañanas caminábamos las dos cuadras hasta el colegio escoltadas por Yani, la chica peruana fanática de Boca, que me cuidaba, trabajaba y vivía en mi casa.
Llegaron las vacaciones de invierno y Vivi me contó que se iba con su mamá a China a visitar a la familia. Estábamos muy entusiasmadas porque Vivi les iba a contar a todos sus amigos de su nueva amiga argentina. Me prometió que iba a traerme regalos y yo le juré escribir todos los chismes que pasaran en su ausencia para contarle a la vuelta.
El día anterior a irse vino a merendar a mi casa y me trajo una foto de nosotras dos abrazadas en el patio del colegio. Atrás de la foto había escrito con sus lapiceras marca Signo
Best friends forever
Al día siguiente fui hasta el almacén de Roseti. Nos abrazamos y le di una carta para que leyera en el avión. Tuve una sensación extraña cuando subieron al auto pero no hice nada, agité mi mano con fuerza y le sonreí lo más grande que pude.
Cuando Vivi se fue a China yo me fui a pasar las dos semanas de vacaciones a la casa que mi abuela tenía en Villars, en el partido de Las Heras. Una casa de campo bastante descuidada a la que nunca se le dió mucha atención pero que servía para pasarse los días cocinando dulces caseros o andando en bicicleta.
El primer día de clases yo estaba más entusiasmada que siempre. Mi mamá al fin me había comprado el guardapolvo con forma de vestido y eso tapaba amablemente el jogging azul heredado de mi primo y el buzo Hering dos talles más grandes, también de algún familiar.
Dejé que Yani me peinara y salimos camino al almacén.
Llegamos a la esquina y creí ver a Vivi. Me extrañó que no llevara puesto el guardapolvo, pero me acerqué igual. Cuando se dio vuelta no pude reconocerla. Tenía la altura de Vivi, el pelo negro y lacio de Vivi y era china como ella pero no era Vivi. Me quedé helada y miré fijo a la nueva nena china desconocida. En ese silencio intenté encontrar la respuesta a una pregunta que no dije pero que no dejó de sonar en mi cabeza ¿Dónde está Vivi?
Del almacén salió una china parecida a la mamá de Vivi que por alguna razón supo mi nombre, Hola, ¿Nalín?, Dijo mientras se acercaba. Vi en Yani la misma expresión de sorpresa y decepción que tenía yo. La nueva mamá china nos contó que su hija todavía no hablaba castellano y que pronto empezaría el colegio. Nos dijo también que Vivi me mandaba un beso grande y que antes de venir para Argentina habían hablado mucho de mí. Como no me salía ninguna palabra, Yani dijo que estábamos apuradas por llegar al colegio y que nos veríamos pronto en el barrio.
Pasaron los años y el almacén mutó en otros negocios. Desde venta de productos de limpieza, pasando por deliverys de comida china y hasta venta de artículos de MercadoLibre. Los dueños fueron cambiando con los negocios. Vivi nunca volvió, pero todos los chinos que fueron migrando a Chacarita llegaban a su nuevo país sabiendo mi nombre.