El tesoro, por Nadia Ferrari

Un año después de la muerte de papá, la casa está distinta pero su cuarto sigue estando igual. Muebles nuevos en el living, pintura de un color brillante en el comedor, el baño con azulejos y grifería relucientes. Su habitación se mantiene congelada en el tiempo. La empleada viene una vez por semana y hace el intento de limpiarla. Yo se lo impido por miedo a que modifique el espacio de papá. Desde que él murió, solo habré entrado una o dos veces para abrir la ventana y ventilar un poco. Ahora ya llevo un año entero viviendo en esta casa grande construida para una familia con un cuarto inutilizado, esperando el regreso de alguien que no va a volver.

Papá se fue muriendo de a poco. Un año después del diagnóstico, seguido de cirugías y distintas medicaciones, un día entró al hospital porque estaba mareado y quedó internado. Las semanas pasaban con él ahí adentro y yo balanceando mi vida entre el trabajo y las visitas. Estaba en la calle cuando recibí el llamado que me anunció que se había descompensado y que no habían podido reanimarlo. Todo lo que sucedió apenas llegué al hospital fue apabullante. La seguidilla de trámites, el velorio, el entierro, papá al lado de mamá, juntos por siempre, las visitas de familiares y amigos, los llamados. Todo se movía a un ritmo vertiginoso que se detuvo repentinamente a las pocas semanas cuando los llamados pararon y la realidad de una nueva vida se hizo presente.

Mi relación con papá nunca fue de las mejores. Su presencia en mi vida fue tenue y distante. No tengo grandes recuerdos con él, hitos que hablen de la relación entre un padre y su hija. Sólo una infinidad de momentos mundanos de la vida en convivencia. Nos teníamos respeto y había cierta complicidad entre nosotros, pero no sabíamos cómo expresar nuestro cariño hacia el otro. No nos era natural a ninguno de los dos, principalmente a él. Papá no era una persona cariñosa. Ni siquiera supo qué hacer cuando yo tenía ocho años y murió mamá. Necesitaba un abrazo paterno y él solo me supo dar una palmadita en la espalda y un: “Hay que ser fuerte”. A medida que pasaron los años, me di cuenta de que lo intentaba pero no le salía. Nuestra comunicación se expresaba con regalos a veces pequeños, a veces grandes, solo cosas materiales. “Tomá, te traje esto porque pensé que te iba a gustar” era nuestro equivalente a un “Te quiero”.  

Mamá era lo contrario a él: dulce, siempre cariñosa. Murió antes de que pudiéramos construir momentos memorables y, así y todo, tengo más recuerdos con ella que con papá. Todavía puedo sentir sus abrazos fuertes, reconfortantes. Tenía esa calidez que sólo una mamá, tu mamá, sabe tener. Me gustaba estar con ella, hacer cosas de chicas que papá no entendía. Me peinaba, me enseñaba a controlar mis rulos indomables, iguales a los suyos. Me compraba ropa, me ayudaba con la tarea del colegio, me enseñaba a cocinar. Me hablaba de los chicos y de que tuviera cuidado con ellos, que no siempre son lo que parecen o cumplen lo que te prometen. 

Una vez nos fuimos de vacaciones, ella, una amiga suya y yo a una casa en la playa. Era otoño y hacía frío para meterse al mar, así que yo me quedaba en la casa y jugaba en el patio mientras ellas charlaban. Fueron unas vacaciones largas y tuve que ponerme al día con las tareas del colegio. Cuando llegamos, papá estaba enojado porque nos fuimos muchos días. Tuvieron una pelea y mamá pasó varios días sin salir del cuarto. Esas fueron nuestras últimas vacaciones juntas. 

No conocía mucho de la vida de ambos antes de mí y, más de una vez, me pregunté cómo dos personas tan incompatibles podían estar juntas. En casa había pocas fotos de ellos dos juntos, solo una de cuando eran novios y alguna más de su casamiento. La mayoría eran imágenes mías con papá o con mamá. Casi ninguna de los tres. Papá era duro con ella, nunca le gritaba adelante mío, pero varias veces los escuché cuando se encerraban en su habitación o me mandaban a la mía y ellos se quedaban en la cocina. Me daba miedo pero nunca se los dije.  

Después de la muerte de mamá, a papá no le tomó mucho tiempo deshacerse de todas sus cosas, cambiar el color de las paredes, la cama. Llegué a rescatar algunos vestidos y collares de las bolsas de donaciones. Me dolió lo rápido que desapareció todo. En esas cosas estaba mamá y, sin ellas, su ausencia se hizo más presente. Casi no hablábamos de ella y, con el paso del tiempo, se convirtió en un recuerdo distante. Yo tomé su lugar como ama de la casa: hacía la cena, lavaba la ropa, armaba la lista de las compras. Nuestra vida siguió su curso.  

Yo no heredé la frialdad de papá. Acá estoy, un año después de su muerte, el tiempo que me llevó juntar la fuerza necesaria para entrar a su habitación e iniciar el proceso de limpiarla para recuperar ese espacio y darle otra vida. La cama tiene las sábanas que usó por última vez. En la mesa de luz, una capa de polvo y el vaso ahora vacío que todas las noches llenaba con agua y nunca tomaba. Sus pantuflas, prolijas una al lado de la otra. Se las compré para un día del padre, unas peluditas con corderito adentro. La planta, seca sobre la cómoda. 

Entro con recelo, un trapito, una escoba y un par de bolsas. Empiezo por lo más tedioso, el placar explotado de ropa. Lo abro y encuentro su pulóver favorito, uno azul marino suave, tan usado que las mangas están llenas de pelotitas. Lo agarro y lo acaricio, me lo acerco a la cara y respiro profundo esperando percibir su perfume, pero sólo huele a naftalina y encierro. Siento un dolor profundo en el pecho, no por extrañar a papá sino por la nostalgia de una relación que podríamos haber tenido pero nunca existió. Lloro sentada en su cama viendo su ropa, sus zapatillas, sus perfumes. 

Una hora más tarde, el placar sigue igual de lleno. La misión es más difícil a medida que voy encontrando sus secretos escondidos entre las pilas de ropa. Fotos, en general mías, papeles viejos, una revista de autos antiguos, pequeños detalles de su personalidad que mantenía ocultos. Cada objeto me sorprende, me da curiosidad. En el primer estante, entre la camiseta de Argentina y su chomba favorita, un dibujo que le hice cuando tenía 5 años: él, mamá y yo agarrados de la mano con un garabato que parece un arcoíris. Entre los pantalones, dos chocolates Lindt chiquitos todavía cerrados. En el estante de los buzos, una lata vieja de café medio oxidada con unos cuantos dólares. Tarjetas por el día del padre, muñequitos de los huevos Kinder que yo le había armado, un libro que le regalé una Navidad, incluso una foto que nos sacamos en la entrada del zoológico con el boleto del colectivo que nos tomamos para ir. De repente, todos esos momentos que vivimos recobran otro sentido. Con cada cosa que encuentro papá revive y una sensación cálida y amarga me invade el pecho. ¿Por qué no me permitió conocerlo así?    

En el estante de arriba de todo veo una caja de zapatillas vieja, cerrada con cinta. Busco una escalera y me trepo hasta alcanzarla. Me siento con las piernas cruzadas en el medio de la cama. Corto la cinta y abro la caja. Adentro estoy yo, regordeta, sentada en el piso con el vestido blanco de mi bautismo. Vestida de mariposa en un acto del jardín. En mi primer día de clases de primer grado. Con un vestido ajustado junto a unas amigas antes de ir al boliche. Un chupete, un diario íntimo de cuando era adolescente, la invitación a mi fiesta de quince, una cajita con mis dientes de leche y más fotos, algunas con él, algunas con amigas o con ex novios. En el fondo hay un sobre. No está sellado así que lo abro y lo empiezo a leer. Es una carta dirigida a mí, con fecha de hace un año y medio.

“Hija: Te escribo esta carta para que la leas en algún momento cuando ya no esté. Imagino que tenerme como padre no pudo haber sido fácil, nunca supe demostrarte lo mucho que significabas para mí, todo lo que luché por vos. Espero que me creas cuando te digo que siempre fuiste lo más importante de mi vida y espero que me perdones cuando leas esto. Nunca fui un hombre perfecto, cometí varios errores y cada tanto se me cruzaban los cables. Si hay algo que hice bien en esta vida fuiste vos. Con el paso de los años, con tu mamá nos llevábamos cada vez peor. Cuando discutíamos, ella decía que yo te iba a lastimar, que algún día se me iba a ir la mano y te iba a golpear. Nunca te podría haber hecho daño. En especial porque nosotros estamos unidos, sobre todo después de esa noche”. 

Sé de qué habla. Lo había borrado de mi mente pero ahora me llega, como escenas entrecortadas de una película. Tenía ocho años. Cenábamos. Ellos estaban en silencio, yo hablaba del colegio. Papá estaba enojado por algo, mamá apenas comió. Después del postre subí las escaleras con ella, me llevó a la cama y me arropó. Me dijo que me amaba. 

“Hacía tiempo que veníamos discutiendo y todo se salió de control muy rápido. Sé que escuchaste la pelea, nunca había estado tan enojado con ella. Pero era imposible no estarlo, me amenazó. Después de ese viaje a la playa me dijo que se iba a ir y que te iba a llevar con ella”. 

El golpe de una puerta me despertó. Mamá gritaba. Me asusté, no entendía qué estaba pasando. Me levanté de la cama y me asomé por la puerta. Mamá tenía un bolso en la mano, papá intentaba sacárselo. Mamá me vio asomada. Papá me dijo que volviera a la cama.

“No podía dejar que te alejara de mí. No podía dejar que te llevara lejos. Ella podía irse, pero vos ibas a quedarte conmigo. Siempre quise una hija, mucho más de lo que quería una esposa”. 

Cerré un poco más la puerta, pero vi. Vi cómo forcejearon, vi cómo él insistió en sacarle el bolso. Vi cómo la empujó. 

“Quiero que sepas que siempre te amé a pesar de que no supe cómo expresarlo. Gracias por haberte quedado conmigo. Y gracias por haber guardado nuestro secreto”.

La habitación se me viene encima, el aire se pone denso, pesado, imposible de respirar. Estoy mareada. Las manos se me enfrían, suelto la carta y, en un segundo, dejo de sentir mi cuerpo.