Montevideo, por Leo Rizzolo

¡Hermanos, tenemos hospedaje!

Les consulté días atrás por varias opciones. Como siempre, respuestas vagas y mi ansiedad por resolver me llevaron a decidir solo por un departamento cerca de donde vamos a ver a Wos. Cincuenta y ocho dólares, dos noches para tres.

Viajar con mis hermanos me transporta a la infancia, cuando los buscaba en la escuela y les falsificaba la firma a mis viejos para sus merecidas amonestaciones. Ahora pongo a punto el auto, compro las entradas para el show, elijo el lugar y los llamo para que se despierten la mañana de la partida.

Salimos a las nueve en nuestra formación habitual: 

Yo manejo. Mauro, de acompañante, a cargo de los mates. Atrás, Ale, repartiendo todo lo que llevamos de alimento que es mucho más de lo que podemos comer en ocho horas: sándwiches de mila, turrones, alfajores, maní, chocolates. Comer sin hambre. Comer por aburrimiento. Comer como si se fuera a terminar el exceso. Llegamos al paisito hinchados, pesados, con el paladar hastiado de dulce y salado.

Montevideo tiene ese ambiente en el que todo parece detenido en el tiempo. Similar a Rosario, pero con menos autos, menos edificios, más bicis. Una ciudad algo sepia, lenta.

Nos atiende Liliana. Apenas la saludamos, Mauro me hace una cara que le entiendo en seguida: “Esta vieja no se va más”.

Una mujer mayor, que fue madre, que supo tener una familia a la que cuidar. Una mujer a la que el paso de los años la encuentra sola, con una soledad no deseada y una oscuridad vestida de nostalgia. El pelo enredado y teñido de violeta, unas manos ásperas de uñas comidas y mal pintadas. Lo peor son los dientes sarrosos con un aliento que espanta. 

Nos da las llaves. Nos estamos por quejar cuando se me ocurre revisar la publicación: habitación privada. Vamos a compartir con Liliana el resto de la casa.

Un living principal, dos cuartos pegados. Un baño chico sobrecargado de cosas, el inodoro pegado a la cortina de la ducha, un lavarropas y un pequeño estante donde hay shampoo y cremas de enjuague rellenados en envases de un tetrabrik de leche descremada Conaprole, una maquinita de afeitar con restos de pelo, desodorantes, un dentífrico sin tapa con la pasta reseca alrededor. Todo a la vista y sucio, muy sucio. Los herrajes y las rejillas, oxidadas y llenas de un sarro parecido al de su dueña. Un breve pasillo que termina en la cocina, chica, también abarrotada de cosas.

Nuestro cuarto es un santuario de fotos de Liliana de joven con el que parece ser su hijo. Ella con malla enteriza, rulos al viento y una gran sonrisa de dientes blancos. Muchas fotos de un pasado evidentemente feliz. Las ausencias más fuertes se ven en los retratos de las personas que ya no están.

La sorpresa inicial nos expulsa rápidamente hacia las calles de Montevideo. 

Recorremos la rambla tomando mates y consumiendo el resto de las cosas que trajimos del viaje. Divagando sobre diferentes temas, siempre riéndonos. 

Amamos Uruguay. El aire que respiramos a cada paso nos envuelve de recuerdos. Entramos a un bar y nos sentimos Rada y Cabrera cuando cantan a capela “Te abracé en la noche” en ese video que vimos mil veces. Caminamos por la rambla copiando la voz en off de los videos de Tiranos Temblad. “Tres chiquilines rosarinos recorren la rambla tomando mates”, detallando lo que vemos alrededor: “un gurí juega a la pelota con su padre”, “una joven corre por la rambla más larga del mundo”, “una señora pasea su perro tranquilamente”, “una uruguaya hermosa nos mira y se ríe”. La chica apura el paso alejándose lo más rápido que puede. Y la famosa frase “que nada te detenga” cuando recordamos el mal trago que nos espera en la casa. 

Amamos a Montevideo pero esta ciudad es indiferente a nuestro paso. Es un amor no correspondido.

Volvemos, Liliana nos espera con mates y unas tortas fritas. Cambiaríamos estos agasajos por estar los tres solos, apretados en la habitación llena de crucifijos, haciendo la previa del show.

Liliana mira fijamente al Ale y él, como nunca, se engancha en charlas con ella. Le pregunta si vive sola hace mucho, de quién es el cuarto y demás cuestiones que no termino de escuchar porque me encierro en el baño, privado, viejo, sucio y feo.

Salimos para el recital y sucede todo lo esperado. Previa con unas latas, disfrutar de cada momento del show, alguna foto y algún videíto para subir a las redes. El recital es casi igual al que fuimos a ver a La plata, al de Obras o inclusive al de Rosario. Wos es una excusa (como las misas ricoteras o los partidos de visitante de Central) para salir a la ruta, pausar por un rato la vida adulta y volver a ser esos tres que jugaban en el patio de casa hasta que nos llamaban a comer.

Regresamos a la madrugada. La casa está en silencio y apagada. Liliana duerme. Pero cuando nos metemos en la cama, se empiezan a escuchar unos murmullos que vienen de su habitación. Como si hablara con alguien, como si estuviera con alguien.

El cansancio general del viaje y del recital me lleva rápidamente al sueño, acompañado por esas voces donde se me entremezclan imágenes de Liliana en una secta, vestida con túnicas en una especie de culto de iniciación. En el sueño me llaman de urgencia porque hubo un siniestro en el trabajo. Aparece Liliana llorando. Llora la muerte como si conociera al operario. Me culpa a mí por el destino de esa persona. 

Me despierto exaltado, veo la cama de mis hermanos y entre la oscuridad de la noche me parece que Ale no está. Me quiero erguir pero no puedo moverme.

Con las primeras luces, finalmente me levanto. Mis hermanos están. Me relajo.

En mi camino hacia el baño me cruzo a Liliana que se dirige a la cocina con una bata roja, muy brillosa para todo lo apagado del paisaje general. Me saluda, siento culpa por haber soñado con ella. Debajo de la bata se percibe una desnudez que no se preocupa en ocultar. Su pecho derecho, enorme, se escapa. Del pezón me parece observar que le brota algo viscoso, ¿es leche? Me concentro en no bajar la mirada. Acerca su mano, pienso que va a cubrirse, pero no, la deja ahí acariciando esa teta. Mi malestar inicial aumenta. Me da charla. Me quiero ir. Transpiro, contesto monosilábicamente. Como puedo huyo de esa perturbadora presencia.

La idea del domingo es ir a recorrer la feria de Tristán Narvaja pero, sorpresivamente, Ale nos dice que se queda leyendo y programando unas cosas en el celu. Cuando nos comenta esto, ella está presente y la falta de intimidad general evita la repregunta. La incomodidad se estira como baba por toda la casa, desde las partes privadas a las compartidas. 

Salimos con Mauro. En la recorrida, lo extrañamos y hablamos de lo raro de la situación. Alejandro siempre fue de pocas palabras, pero esta vez desde otro lugar, escueto y distante. Mauro me cuenta que a mitad de la noche se levantó al baño, la puerta de la vieja estaba entreabierta y escuchó un llanto constante, desgarrado. Yo no puedo dejar de pensar en mi sueño.

No disfrutamos del paseo, en todo momento nuestra cabeza está en volver. Pasamos de un día soleado y despejado a un gris oscuro con un fuerte viento que en pocos minutos se desata en tormenta. Las últimas cuadras, empinadísimas, las corremos. Cuando llegamos a la puerta, vemos el auto con las cuatro ruedas pinchadas.

Subimos, Alejandro se acaba de bañar y aparece transformado: una camisa a cuadros, un pantalón marrón y una boina. ¿Una boina? ¿Es Ale? No es Ale. Lo miro con asombro y solo atino a decir: 

—¿Viste el auto? ¡Nos pincharon las ruedas!

—Ni idea, no salimos de acá —contesta con calma.

Liliana asiente y sé que por dentro festeja el uso del nosotros.

¿Qué mierda pasa? Quiero agarrar a mis hermanos, las pocas cosas que tenemos y salir ya, en medio de la tormenta, con destino a Rosario.

Esta vez cuesta conciliar el sueño. Sólo recuerdo flashes: estoy atado a la cama y del techo empieza a gotear leche que cae en mi frente y vela mi visión. Me levanto más cansado que ayer pero con ganas de resolver rápido y volver.

Pero me olvidé un gran punto: es 1 de mayo. No hay nada, pero nada, abierto. Llamo a todas las gomerías que me tira el Maps, pagaría cualquier cosa. Nadie atiende.

Liliana, con dudosa amabilidad, nos dice:

—Gurises, no se preocupen, pueden quedarse los días que quieran, no tengo reservada la piecita por los próximos días, tá. 

Agradezco por obligación y acepto, pero insistiendo en pagar la noche. Durante ese día, nos vamos los tres a la rambla con mates y bizcochos. Ya no reímos.

—Que lindo todo, bo ¡Que ganas de quedarme acá! 

Ale habla de la tranquilidad, de la seguridad, de que venía pensando hace meses en un cambio de rumbo para su vida. Mauro me mira con la misma cara de cuando llegamos y se enteró que la vieja se quedaba. Alejandro no lo está pensando, ya lo tiene decidido: no quiere volver y yo no quiero dejarlo.

Arreglo en el trabajo una semana de vacaciones. A Mauro le pago el micro de vuelta. En degradé, veo a mi hermano desaparecer para convertirse en otro. Modismos uruguayos, mirada perdida, hasta algo en el tono de su voz se vuelve distinto. Comienza también a envejecer, los dientes se le ponen amarillos por el consumo excesivo de mate. Recupera ese olor de la infancia cuando pasaba días sin bañarse. Con Liliana desarrollan una familiaridad envidiable, tenebrosa.

Lo peor de todo es cómo me mira, indiferente como el resto de los uruguayos.

Tuve que volver. Alejandro se quedó. Me despedí en silencio y manejé mudo por las rotas calles de la ciudad.

Las semanas pasaron, cada vez fue más difícil comunicarse directamente. Atendía siempre ella.

—El gurí salió. Se fue a pasear por la rambla. Cuando vuelva le comunico —con esa insoportable calma uruguaya. 

Si nuestra madre estuviera viva, le extirpaba ese espíritu charrúa de un plumazo y se lo traía para acá.

Soñé muchas veces con Liliana semidesnuda, con esa bata de rojo hipnótico, que me invitaba a entrar a su pieza donde estaba mi hermano. Soñé otras tantas con Alejandro. Me miraba sin decir nada. Yo les gritaba a ambos. Madrugadas enteras de despertarme lleno de sudor y angustia. 

Hace poco, en el resumen anual de Tiranos Temblad, los vi. Un señor avejentado que parecía ser mi hermano abrazando a una inconfundible Liliana trataba de protegerla del fuerte viento. La voz en off decía: “Una pareja de ancianos, pasean por la playa pocitos mientras comen unos ricos buñuelos de alga”. El señor miraba a la cámara y decía con tono tranquilo: 

—¡Vamo’ arriba! ¡Uruguay nomá!