Con los pibes nos juntamos todos los viernes por la tarde. Hace un mes que nos venimos pajeando los cinco en el baldío de la vuelta. Cinco pijas y una revista Playboy.
La última vez no pude dejar de mirar la del Cholo. No sé qué onda.
—¿Qué mirás, boludo? —me dijo.
—¡Nada, nada! —, y traté de concentrarme en la mía, pero cada tanto se la fichaba de reojo. Ahí la sangre me empezaba a llegar de a baldazos, me latía y se me ponía roja. No miro la de los demás, sólo me gusta la del Cholo. Tengo ganas de manotearla, pero me va a cagar a trompadas.
El Cholo fue uno de mis primeros amigos. En segundo grado, saltó a defenderme cuando uno de quinto me quiso afanar unas figus de fútbol, las “Golazo”. Desde ahí me pegué a él, nos hicimos compinches. Era bastante gordo y fuerte, metía miedo. A mí, un poco también. Ahora anda más ágil, se le puso la voz gruesa y se dejó un poquito largo el pelo. Anda fachero el Cholo.
Todas las semanas hacemos una vaquita y compramos una revista en el kiosquito de Don Jaime. Las tiene escondidas debajo de las cartulinas. La examinamos y votamos qué foto va a ser la elegida para dedicarle al Jipi-Japa. Así le puso el Rengo. Los viernes hacemos la competencia y el que gana se la lleva.
El juego: quién tira la leche primero.
Hoy vamos de nuevo. Mi vieja que vuelve de hacer los mandados me avisa que el Tucumano me está esperando en la vereda. Salgo a la calle, estiro el brazo para saludarlo, chocamos palma con palma, después el dorso de las manos y de nuevo palma con palma. Desde primer grado que nos saludamos así, hace seis años. Caminamos juntos hasta la esquina sin decirnos ni una palabra, pegamos la vuelta y frenamos en el paredón blanco lleno de grafitis. Le hago piecito. Apoya su zapatilla sucia sobre mis manos, pega un impulso y monta la cornisa de la pared. Se estira y me ayuda a trepar. Nos quedamos un rato mirando el barrio desde arriba compartiendo un pucho. Cuando terminamos, saltamos para el otro lado y entramos de nuevo al campito.
Nos recibe la media raya del culo al aire de Mochila, está agachado sacando la revista de la bolsa negra.
—¡Se larga, eh! —, anuncia el Rengo.
Busco al Cholo con la mirada, mientras trato de poner duras las piernas que no me paran de temblar.
Nos paramos en círculo los cinco, bien juntos, y ubicamos la revista en el medio del pasto, entre los yuyos, pegada a nuestros pies. La elegida de la semana: una rubia, la Alfano. Está en tetas. Con una mano se agarra la tira de la tanga roja, despegándola de su cuerpo. La otra la tiene cerca de la cara y empuja con una uña larga pintada su labio inferior, abriendo la boca. Se le ve un poco la lengua y nos mira de costado.
El Tucumano me empuja cambiándome rápido el lugar para ver mejor y quedo justo enfrente del Cholo. Estoy nervioso hoy. Espero que se me pare. La semana pasada el Rengo la tenía a media asta, media babé y todos lo gastamos.
Mochila se saca la remera, la del Diego besando la copa del 86 y se la ata en la cabeza. Nos bajamos el short y a la cuenta de tres arrancamos.
Todos están concentrados en la foto. Aprovecho y le miro la del Cholo. Me hipnotiza cómo se mueve frenética. Es cabezona, un poquito chueca y con un lunar de costado. Me pajeo más fuerte que nunca. Lo miro cómo se frota, sube y baja la carne que envuelve su pito y su cabeza brilla. El cuerpo acompaña su movimiento: las piernas un poco flexionadas, el culo parado hacia atrás, un mechón de pelo cae sobre su frente transpirada. Me toco más lento, deseo que este momento se haga eterno. Quisiera jugar solo con él.
—¡Ahí viene, eh! —grita el Tucumano, dejando caer un hilo de baba para humedecerla. Mochila putea porque todavía la tiene gomosa.
El Cholo se levanta un poco la remera de egresados del cole y se la engancha entre los dientes. Escucho su respiración agitada y me calienta más. Se le puso venosa. Está concentrado en su pija, así que no me ve. No puedo aguantar más. Me llega su aliento, siento su olor. Cierro los ojos, imagino que es su mano la que me está tocando. Estoy por explotar.
Me apuro. Le doy más y más rápido. Lo imagino atrás mío suspirándome en el cuello y rozándome. Mi cuerpo se tensa, me brota un fuego de adentro, un cosquilleo. Se me mueve la pelvis, se me contrae el culo. Grito.
Un chorro largo, acompañado por tres cortitos detrás, salta hacia el cielo. Se eleva por el aire, queda suspendido unos segundos y cae en picada. Soy el primero. Gano. Todos frenaron para ver.
Mochila se caga de la risa y El Rengo aplaude. El tucumano se queda helado.
Pero él me mira fijo y avanza. Corro como puedo, con pasos cortos, con el short en las rodillas, a los tropezones. Escucho sus pasos que me siguen bien de cerca. Me tropiezo, estampándome la jeta contra el barro.
Me giro. Levanto la cabeza con un ojo achinado por el reflejo del atardecer y ahí lo veo. Está hermoso El Cholo, iluminado, envuelto en furia. Mi blanco contrasta de manera perfecta con sus cachetes colorados. Se arrodilla entre mis piernas. Con la zurda me estruja la remera rozándome el ombligo. Levanta alto su codo derecho, cierra con fuerza el puño y me clava alta trompada. Me duele, pero me gusta.
Acompaña la piña con palabras que salen a escupidas de su boca.
—¡Pajero, puto del orto!
Yo sólo le sonrío. Le llene de leche la jeta al Cholo.