«Un incendio de sol naranja» por Marina Alonso Serena

Enero. Vacaciones de verano. Estamos yendo en auto a Pinamar. Malena y yo en el asiento de atrás. Ella, quince recién cumplidos, yo, once. Ella lee y yo, acostada con los pies sobre su regazo, juego con el GameBoy que me regalaron en Navidad. Mamá va de copiloto y su novio Eduardo maneja, la radio en AM pasa canciones viejas de Nino Bravo. Malena y yo nos miramos de vez en cuando, tratando de contener la emoción de conocer el mar. Sé que mamá está feliz de poder llevarnos de vacaciones por primera vez desde que papá se fue.

Llegamos a la casa, enorme, con un cuarto para cada una, un living con un ventanal que da al mar y olor a humedad; dejamos nuestras cosas en la puerta y corremos por la arena caliente hasta la orilla. Los ojos no me alcanzan para entender lo inmenso de lo que tengo enfrente, siento que todo mi cuerpo se transforma en el vaivén constante de las olas. Allá lejos el mar se besa con el cielo y por primera vez entiendo el infinito. Malena se sienta y contempla el mar, como hipnotizada, mientras yo me meto de a un paso por vez hasta llegar a la rodilla y me río hasta llorar.

Los días se convierten en un continuo de sol y salitre, la piel se me oscurece y los pelitos de los brazos se me ponen tan rubios que se ven blancos. Malena se llena de pecas y su pelo larguísimo también se aclara: parece una actriz de película. Conoce un grupo de chicos en la playa y se hace amiga. Son todos de su edad pero igual me lleva a pasear al bosque con ellos y a jugar a los fichines al pueblo. Todas las tardes, cuando empieza a bajar el sol, nos vestimos lindas, nos peinamos y salimos.

Una noche, uno de los chicos trata de besarla mientras yo estoy distraída jugando a las carreras, pero igual los veo y pierdo. Se me abre un agujero en el pecho y me inunda una desolación tan enorme que me pongo a llorar ahí mismo.

-¡Male, boluda, tu hermana está llorando!

-¿Cate? ¿Qué pasó?

-Debe ser porque perdió la carrera.

-¿No te quedan más fichas? Yo te presto si querés.

Sacudo la cabeza y hasta que no me abraza, no paro. Me da la mano y nos vamos, sin mediar palabra. El asfalto de la calle principal deja paso a la arena dura y recién cuando se me llenan los zapatos con la arena fría de la noche me doy cuenta de que estamos en la playa. Caminamos en silencio hasta la caseta de guardavidas y nos sentamos ahí.

-¿Qué te pasó, Catu? – me pregunta, sin enojo.

-No sé – le digo y me encojo de hombros.

-Caterina, dale, hablá conmigo.

-Te vi que te dabas un beso con Gastón – digo bajo y de corrido.

-Ah, eso.

-Sí, eso.

-¿Pero qué te pasó? ¿Por qué te pusiste a llorar?

-No sé, Male, de pronto me dio miedo de que te quieras juntar con Gastón sola y no me inviten más.

-No te preocupes por eso– me rodea los hombros con su brazo y me atrae contra su cuerpo- Vos vas a ir donde yo vaya, siempre.

-¿Y ahora qué hacemos?

-Quedémonos un rato más a mirar el mar.

Cuando volvimos esa noche, ya se habían ido todos a dormir.

Unos días después, Malena me lleva al centro un poco más temprano. Nos encontramos con un chico altísimo que nos saluda a las dos con un beso en el cachete. Yo miro de reojo cuando le da un montón de billetes arrugados y el chico le hace un guiño. Vuelve un rato después con una caja pesada, llena de botellas. Caminamos lento hasta la casa. Malena carga la caja un rato en una cadera, un rato en la otra. Yo estoy tan enojada que no le ofrezco ayuda, pero cuando llegamos a la puerta de atrás, le hago de campana para que pueda entrar sin que se den cuenta y guardar todo en el armario del cuarto.

Esa noche mamá se pone un vestido azul oscuro con brillos, largo hasta los pies, que la hace parecer una sirena. Eduardo, de traje y moñito, la abraza y se ríen juntos. Yo los miro desde el sillón, les tiro un beso con la mano y sigo sus siluetas hasta el auto, que se los lleva lejos. Un rato más tarde llegan las chicas con papas fritas y esas cosas. Malena me dice que dale, que no sea vaga y que me levante a ayudarlas. Colgamos guirnaldas de colores por el living, llenamos platos con papitas. Me hacen trepar a la mesada para llegar a una alacena donde están guardadas unas torres de vasos de plástico. Male trae la caja con alcohol, las chicas gritan y se ríen. Nos vamos todas al cuarto grande, se sacan la ropa y las chicas empiezan el ritual: cada una tira sus posibles prendas sobre la cama y se prueban todo. Se cambian las remeras entre sí, se tironean el vestido que a las más altas le queda muy corto, se fruncen la nariz cuando ese jean no funciona. Yo me aburro a mitad del proceso, me escurro hasta mi cuarto, a salvo de las risas agudas y me pongo mi remera floreada que se ata al cuello.

Cuando suena el timbre ya anocheció; las chicas gritan tras la puerta cerrada. Yo me asomo por la ventana para ver a todos los chicos reír y codearse en la puerta. Suspiro y les abro. Se desparraman por la casa. Las chicas salen, ponen música fuerte. Se ve que alguien trajo unas luces de colores, porque es lo único que va iluminando el living por partes.

Nahuel me saca a bailar una canción movida y nos reímos. Me cae bien Nahuel, es muy bueno. Los chicos lo cargan porque es gordito, pero el se encoge de hombros y se ríe mientras come algún chocolate. Siempre come después de que lo cargan y a veces me convida. Por el rabillo del ojo veo a Malena bailar abrazada con Gastón y me tenso. Siento el agujero en el pecho de nuevo, respiro bien hondo y contengo las lágrimas. Después de un rato no los veo más, me aburro de bailar y me siento en el sillón con un vaso de coca en las manos. A medida que avanza la noche, veo que todos se ponen más torpes. Una parejita se besa contra la biblioteca: en su distracción golpean con un codo el adorno del tercer estante y se cae al piso en un estallido. El ruido me abruma, la oscuridad, los puntitos incandescentes de los cigarrillos; no me doy cuenta de que Nahuel se sienta al lado mío hasta que me rodea con un brazo y trata de darme un beso. Le pregunto a los gritos si es boludo, le tiro la coca encima y salgo corriendo a mi cuarto. Una vez que cierro la puerta, me pongo el piyama, me acuesto en la cama y me aprieto dos peluches contra las orejas para no escuchar. Las lágrimas brotan al instante. Después de lo que parece una eternidad, me duermo.

Me despierta la sensación del colchón que se hunde bajo el peso de otra persona: Malena, con el pelo mojado de la ducha, goteando sobre su remera blanca de dormir. La miro indignada pero le hago un lugar. Malena se acuesta, me abraza. No sé si la humedad que siento en el piyama es del pelo o son lágrimas, asi que la abrazo fuerte y le beso la frente.

-Mamá nos va a matar – le digo en voz baja.

-Perdón– me contesta con la voz quebrada.

-Tus amigos hicieron un quilombo bárbaro.

-¿Me ayudás a limpiar mañana?

-No preguntés pavadas.

-Perdón.

Ahora sí sé que está llorando.

-¿Male, estás bien?

-No.

-¿Qué te pasa?

-No te puedo contar.

-Ah.

-Te amo– dice.

-Mentira

-Hasta el cielo ida y vuelta.

-Sos mala.

-Y te amo más que a nadie.

-Yo también.

-¿Mucho?

-Todo. Siempre.

Se acurruca y nos dormimos así.

A la mañana siguiente, mamá y Eduardo llegan en medio del operativo de limpieza y nos castigan con una semana de no ir a la playa solas ni juntarnos con los chicos. Malena se pasa horas encerrada en su cuarto leyendo o mirando por la ventana, en silencio y yo juego sola al Monopoly y al Carrera de Mente. Al quinto día de penitencia, mamá está tan preocupada por la quietud que nos da permiso para salir.

Es media tarde y hace calor, pero hay un viento que refresca. Mastico un mechón de pelo rebelde mientras sigo a Malena por la playa en dirección sur. Atrás de unos médanos están todos los chicos. Algunos acostados en lonas de colores. Otros juegan a la paleta, Malena suspira y los saluda con la mano mientras enfila hacia ellos. Le grito que me voy a jugar al bosquecito. Se detiene abruptamente y me mira fijo por unos instantes, luego camina hasta donde estoy, se agacha y me abraza.

-No te vayas lejos, Cate.

-No, Male, voy hasta ahí nomás. No tengo ganas de estar al sol hoy, prefiero jugar un rato a la sombra.

Le acaricio la espalda.

-¿Después me venís a buscar?– su voz se hace chiquita.

-¿Después cuándo?

-Antes de que se haga de noche.

La miro a la cara. Está seria.

-¿Qué te pasa, Male? ¿No me vas a contar?

-No, Cate, todavía no.

Le doy un beso en el cachete y me voy caminando hasta el bosquecito. Escucho risas a lo lejos.

Me adentro en el bosque y agradezco la sombra y el olor a pino. Camino sin rumbo y canturreo, disfrutando el ruido de las ramitas que se rompen bajo mis pies. Entonces veo algo moverse entre unos arbustos.

-¡Hola! ¿Quién anda por ahí?– digo en voz alta y clara, mientras me acerco al movimiento.

Hay una chica agachada, con medio cuerpo adentro de un matorral y no puedo contenerme:

–Hola, ¿estás bien? ¿Te pasó algo?

-Hola– me dice y me extiende la mano- Soy Aldana.

-Caterina– le sacudo la mano con extrañeza.

-Vos sos amiga de los pibes de allá ¿no?– hace gesto con el mentón, señalando la playa.

-No mucho, la verdad. Mi hermana es amiga, yo sólo los acompaño.

Aldana asiente, me mira. Tiene trece años, unas bermudas desteñidas y un pañuelo atado en la cabeza. Le sonrío y me devuelve la sonrisa.

-¿Querés ver?– señala el matorral– La Chuky tuvo cría la semana pasada.

Hay un plato con comida y un tacho con agua fresca afuera del pozo. Me asomo y veo una perrita mestiza que amamanta a sus cachorros. Siento el hombro de Aldana contra el mio. De repente me agarra calor, me incorporo. Le cuento que nunca tuve perro. Ella se ríe, me dice que Pinamar está lleno de perros que la gente trae por la temporada y que después deja atrás, y que le encanta ponerles nombre aunque se hayan convertido en salvajes. Mientras habla trato de descifrar si sus ojos son marrones o verdes. Me distraigo y ella se ríe de mí.

El sol se acerca al horizonte y tiñe el aire de naranja. Me acuerdo de Malena. Le digo que me tengo que ir, ella me pregunta por qué. Le cuento que estamos castigadas por la fiesta del sábado. Hace una mueca y sonríe de nuevo. No quiero que pare de sonreír nunca. Nos despedimos con un beso y me hormiguea la mejilla todo el camino de vuelta.

Esa noche no puedo dormir, hace calor y las sábanas me pesan sobre la piel, como si estuviera insolada. Male entra a mi cuarto, me pregunta si me siento bien, le digo que tengo dolor de panza. Se acurruca al lado mío y su respiración pausada me hace de canción de cuna.

A la mañana nos viene a buscar Gastón para ir a la playa. Malena lo hace pasar, mamá y Eduardo lo saludan; es todo tan raro que me río. Salimos y Gastón nos dice que se van a juntar en el muelle, que alguien consiguió unas cámaras de camión y las inflaron para hoy. Paso toda la mañana sentada abajo del muelle, mirando a los chicos saltar y salpicarse. No quiero estar acá. Mi cabeza se va todo el tiempo al bosque y los perritos, a la voz de Aldana y el olor de los pinos.

-Male, me voy un rato al bosquecito – le digo mientras me como un choclo.

-¿A qué bosquecito?

-Al de ayer, al de los médanos.

-Pero eso queda para el otro lado, Cate, nosotros nos vamos a quedar acá.

-Quiero ir al bosquecito, no quiero estar en la playa.

-No seas caprichosa, Caterina.

-¿Por qué me peleás? No queda tan lejos y yo sé cómo llegar.

-Te digo que no, estás a cargo mío y te quedás acá.

-Me podía haber ido y ni te dabas cuenta, Malena. Te pensás que no te vi dándote besos allá atrás?

Mi hermana me mira, furiosa, no sabe qué decir. Yo me paro, me sacudo las manos contra el short. Tiro el choclo en la bolsita de basura, la miro.

-Voy al mismo lugar que ayer, me voy a quedar ahí, te prometo. Venís a buscarme antes de ir a casa y no le contamos nada a mamá.

Asiente. Me abraza fuerte, me da un beso en cada cachete. Siento como si se estuviera despidiendo para siempre.

Aldana está sentada contra el tronco de un árbol, leyendo. Es un libro de gnomos y hadas.  Quiere aprender porque está segura de que en este bosque hay algo de eso. Cuando me río y le digo que esas cosas no existen, me dice que es porque soy una nena de ciudad. Habla con tanta convicción sobre la magia que le creo un poco y otro poco quedo hipnotizada por la forma en la que su boca juega con las palabras.

Los cachorritos abrieron los ojos hoy y son de un color violeta raro. Nunca vi un perro con ojos violetas. Se ríe cuando lo digo, me explica que con los días van adquiriendo el color definitivo. Son como ojos de leche, reflexiono, pero no se caen, solo cambian. Me mira y sonríe, le brillan las pupilas.

Esa tarde inventamos un ritual de magia para proteger a los cachorritos: juntamos ramas y unas flores amarillas que Aldana dice que son curativas y las disponemos en un círculo a la entrada del pozo, nos damos las manos y leemos del libro un hechizo. Lo repetimos y lo repetimos, cada vez más rápido hasta que lo sabemos de memoria y empezamos a girar. Cuando caemos al suelo, mareadas y muertas de risa, su mano sigue enredada con la mía.

Malena nos encuentra así, desparramadas entre las hojas del bosque, agarradas de la mano. Inmediatamente me suelto y siento el calor subirme por la cara hasta las orejas, no me animo a mirarla.

-Hola ¿quién sos? – dice Aldana, como si saliera de un sueño.

-Malena…- dice y hace una pausa- …la hermana de Cate. ¿Y vos?

-Aldana, una amiga

-¿Qué estaban haciendo?

-Nada– digo yo.

-Magia– dice ella.

Malena nos mira desconcertada.

-¿Vamos, Cate? Mamá quiere ir a comer al centro hoy.

Me levanto del piso, me sacudo las agujas de pino. No sé como saludar. No entiendo por qué, pero siento como si me hubieran pescado haciendo algo malo.

Esa noche, me acuerdo de que el año anterior, en la fiesta de quince de Malena traté de abrir un sobrecito de mostaza hasta que hice tanta fuerza que reventó y le manché el traje a un amigo de papá. Todos en la mesa se rieron y yo me sentí tan mortificada que no salí del baño hasta la mesa dulce. Más o menos así me sentí a la tarde.

Al día siguiente volvemos al muelle. Me siento a la sombra de la vieja estructura, mirando el mar sin verlo y deseando estar en otro lado. El sol gira sobre nuestras cabezas, la playa se llena de gente. Yo me meto al agua dos veces y me aburro rápido porque nadie se mete conmigo: los chicos están todos acostados en los toallones, charlando y riéndose fuerte. Me acuesto a unos pasos de ellos y siento que me voy a achicharrar pronto, hasta que una sombra se proyecta sobre mi espalda. Levanto la vista mientras hago un globo con el chicle, que se me pegotea en los labios cuando distingo a la figura que se recorta contra el cielo.

-¡Aldi!

-Hola – sonríe – te vine a buscar.

Mientras me levanto, miro para donde está Malena acostada: nos mira fijo, en silencio.

-Hola, Malena, ¿cómo estás?– la voz clara de Aldana la saca del trance.

-Hola… ¿como era tu nombre? – sonríe y yo sé que está mintiendo, es obvio que se lo acuerda. Aldana se acerca, le da un beso, le dice cómo se llama.

-Me vino a buscar- digo

¿Pero adónde van? ¿Qué van a hacer? Estás a cargo mío, Caterina, no te puedo dejar ir a cualquier lado…– mi hermana le dirige la mirada a Aldana– …es que es chica todavía, no sé si está bien que se vaya a otro lado con alguien que apenas conocemos.

Quiero llorar de la rabia.

-Yo me hago cargo, no te preocupes, siempre cuido a los hermanitos de mis amigos.

Me da vergüenza que hable de mí como si fuera una nena chiquita.

-De hecho, Gasti te puede decir – hace un gesto con el mentón – ¿O no que soy la babysitter favorita de Giorgi?

Gastón asiente sin muchas ganas.

-¿Cuántos años tenes?

-Trece– la respuesta parece satisfacerle.

-¿Y adónde van?

-Entró una corriente fría ayer y en la playa virgen hay un montón de cangrejitos, quería ir con Cate a verlos.

-¿Vos querés ir?– me pregunta y yo trato de contener el entusiasmo, que no se me noten tanto las ganas. Pero sonrío enorme y le digo que sí.

La playa virgen es más lejos de lo que esperaba. Aldana silba mientras camina y yo trato de seguirle el paso por un sendero que no conozco. Tiene el pelo atado en una colita desprolija y unas bombachas de gaucho gastadas, con parches en las rodillas. Irradia alegría. A mí no me duelen casi nada las ampollas que se me están haciendo en los pies. Cuando llegamos, vale la pena. La arena cede el paso a una gran extensión de piedra llena de socavones, resbalosa por las algas y el musgo. Me agarro de su mano para no perder el equilibrio. Ella sonríe y se le ponen los ojos chinos. Señala uno de los pozones y yo me asomo, fascinada, a mirar a los bichitos que se mueven bajo el agua clara.

Aldana me cuenta que vienen a la playa a reproducirse y que, hace muchos años, no había playa en Pinamar donde no te pellizcaran los cangrejos. Cuando habla, su voz me transporta a otro mundo y tengo que contener el impulso de acercarme hasta sentir sus palabras sobre mi piel.

Esa noche sueño que Malena en vez de brazos tiene pinzas de cangrejo y me persigue por el muelle hasta que no me queda otra escapatoria más que saltar al vacío.

Nos quedan cinco días de vacaciones. Después los grandes tienen que volver a trabajar y a nosotras nos van a llevar a la colonia de un club. Malena está contenta porque vuelve bronceadísima y se van a morir de envidia. Yo pienso en que tenemos volver y me quiero poner a llorar.

El martes Aldana me viene a buscar a casa. Mamá le abre la puerta, la hace pasar y le ofrece un vaso de jugo. Cuando bajo a desayunar la encuentro sentada en la mesa de la cocina, contándole a mamá sobre los cachorros. Le pregunto qué hace acá y me señala la puerta de entrada, donde hay apoyado un barrilete enorme de colores.

Hay un viento hermoso y a esta hora no nos vamos a encandilar, además hay menos riesgo de pegarle a la gente si se cae.

No sé remontar un barrilete – dudo un momento.

Me imaginé– Aldana sonríe con sus hoyuelitos y su paleta chueca– No te podés ir de acá sin haber remontado un barrilete.

-¿Por qué no la esperan a Male?– pregunta mamá.

-Va a ir a los fichines con los chicos hoy, seguro que ni quiere venir.

Me agarro un paquete de galletitas de la alacena y salimos.

Aldana tiene razón: no puedo irme sin haber remontado un barrilete. Corro por la playa sosteniéndolo hasta que, como por arte de magia, se desliza por el aire. Me explica cómo pegar el primer tirón para que suba y cuánto hilo darle para que no se caiga de golpe. Me rodea con los brazos para ayudarme a guiarlo y tengo que hacer un esfuerzo para no soltar el carretel. El tiempo se estira mientras el barrilete dibuja con colores en el cielo celeste y yo me pierdo en el calor de su cuerpo contra mi espalda y sus brazos paralelos a los míos.

Cuando Malena me viene a buscar, estoy desenredando el hilo que se nos enmarañó en la última caída. Espera paciente a que termine, sin hablar. Aldana mira el mar, también en silencio. La abrazo y le doy las gracias al oído.

-Estás contenta. – me dice Malena mientras caminamos de vuelta.

-Sí, me divertí mucho hoy.

-Se te nota, estás muy sonriente. – no encuentro ningún reproche en su tono.

-Creo que para la próxima deberíamos comprar un barrilete.

Malena se ríe, me besa la cabeza. Yo le abrazo la cintura.

-¿Vos estás bien? – pregunto.

-Corté con Gastón.

-Ah.

-Me dijo que los amores de verano duran sólo eso y terminamos

-A mí Gastón me parece medio nabo

Malena me mira y se ríe.

-No te lo quería decir antes, pero me parece que no entiende nada.

-¿Y por qué no me lo dijiste?

Me encojo de hombros. Después la estrujo fuerte y ella trata de hacerme cosquillas para soltarse, pero no puede del todo.

Esa noche salimos a comer afuera como cena de despedida y cuando mamá pregunta si la pasamos bien, siento el nudo en el pecho y le digo que sí.

La mañana antes de volver me despierto demasiado temprano y no me puedo volver a dormir. Tengo tres libros en la mesita de luz, agarro uno tras otro pero ninguno consigue distraerme. Pienso en qué pasaría si le dijera a mamá que me quiero quedar, que no me quiero volver todavía. Seguro que Aldana me alojaría en su casa y podría quedarme al menos un mes más. Me levanto inquieta, cruzo el pasillo y entro al cuarto de Malena. Me siento en la cama y se despierta. Me invita al calorcito que hay debajo de la frazada.

-Te despertaste temprano hoy. – dice por lo bajo.

-Me desperté y no me podía volver a dormir, no sé por qué.

-Para mí que es porque hoy es el último día.

-Debe ser… me siento un poco rara.

-Yo también. – murmura y me abraza

Esa tarde, como es sábado, vamos a pasear a una feria de artesanos que hacen en la plaza. Malena se junta con sus amigos, yo camino con Aldana. Compramos un corazón que se divide en dos y le graban nuestros nombres.

Mas tarde, después de darle un último saludo a los cachorros, nos sentamos en un tronco y miramos el mar juntas. La siento respirar pausada, como siguiendo el vaivén de las olas. El agujero en el pecho es inmenso.

-No me quiero ir– digo, al borde de las lágrimas.

-No quiero que te vayas – instantáneo, como si hubiera estado esperando que yo hablara primero.

La miro por el rabillo del ojo y su mirada está clavada en mí.

-Sos tan linda, enana. – se muerde el labio.

-Te voy a extrañar.

Entrelazo mis dedos con los suyos. No me contesta. Me mira fijo y le transpiran las manos. El labio entre los dientes es como un imán. Me acerco hasta que su piel, casi eléctrica, entra en contacto con la mía. Cierro los ojos y la beso. Su boca es lo mas suave que toqué en mi vida y no sé como voy a dejar de besarla alguna vez. Me acaricia la mejilla y su perfume me rodea. El agujero en el pecho me engulle entera y me invade una sensación que no había tenido antes.

Cuando me suelta, abro los ojos despacio y la luz del atardecer me encandila. Ella tiene los cachetes colorados y se muerde el labio otra vez. Nos quedamos con la vista fija en el mar que se vuelve del color de un incendio. Malena se materializa entre los médanos. Camina despacio hacia nosotras. De pronto ya no nos queda tiempo, las palabras se me anudan en la garganta.

-Te voy a extrañar tanto, Caterina. – dice, seria y me abraza con fuerza.

Me besa una última vez, justo en la comisura de los labios. Se aleja de mí rápido y el calor del aire se disipa. La veo pararse, saludarla a Malena y con una última mirada por encima de su hombro, se va. Yo sigo muda, anclada al lugar donde estoy sentada.  El medio corazón colgando contra mi pecho brilla naranja con los últimos rayos del sol.

El viaje de vuelta es larguísimo, hace calor y avanzamos a paso de hombre. Mamá y Malena hablan de chicos y de las fiestas de quince del año que viene. Eduardo me pregunta si estoy nerviosa por empezar séptimo, le digo que falta mucho, que no quiero pensar. Malena me mira cada tanto, seria, como si quisiera descifrarme. Cuando me pregunta en qué estoy pensando tan concentrada, le contesto:

-En la magia.